CANTAOR Manuel Vera “Quincalla”
CANTAOR Florencio Rolán
CANTAOR Manuel Márquez de Villamanrique
GUITARRA Jaime Burgos
BAILAOR Juan Martin
DONA Mónica de Juan
FLAUTISTA Juan Romero
ESPAI ESCÈNIC Salvador Távora
VESTUARI Salvador Távora
IL·LUMINACIÓ José Luis Palomino
TÈCNICS José Luis Blanco y José de la Maya
FOTOGRAFIA Curro Casillas
VÍDEO Pilar Távora
COMUNICACIÓ Isaac Sánchez
COORDINACIÓ ARTÍSTICA Concha Távora
PRODUCCIÓ Rafa Herrera
ASSISTENT DIRECCIÓ Lilyane Drillon
QUEJÍO
Yo conocía, porque estaba en ellos, casi todos los ambientes en los que el cante y el baile de Andalucía se daban o se vendían. Me hacía mil veces la pregunta de por qué los cantes y los bailes no reflejaban las realidades concretas de los andaluces que los hacíamos.
Poco a poco, no haciendo estudios sobre ello, sino buscando en mi propia realidad, llegué al descubrimiento de que, por un potente fenómeno canalizador, nuestros cantes y nuestros bailes andaban por un lado, y nuestras necesidades por otro. Busqué, día tras día, un auténtico modo de expresión de nuestras realidades actuales, y llegué al convencimiento de que nuestra actualidad estaba fuertemente falseada y ocultada por sólidos tópicos: una corriente traumatizadora había hecho de todo lo andaluz, y de los andaluces, de los que cantábamos y de los que no cantaban, instrumento utilizable para poner una careta alegre y colorista a un pueblo triste y sin color.
A esta corriente traumatizadora que se nos había echado encima, producto del “estudio” que de nosotros habían hecho algunos escritores y poetas, a los que alguien más capacitado que yo debería juzgar detenidamente, le salió al paso unos llamados flamencólogos, que con excepciones estudiaban los cantes desde cómodas situaciones sociales que les permitían la investigación de los mismos, sólo en función de un interés musical-arqueológico. Casi todos con un «cantaor» al lado, al que promocionaban en compensación de las musicales informaciones que recibían. Informaciones éstas, la mitad de las veces, “camelísticas”, o de “ojanetas”, pero que pasaban a serios libros dogmáticos y clasificativos de nuestros cantes. El resultado, casi siempre el mismo: del “cantaor” informante hacían un “artista cotizable” -evadido social- con su promoción, y del libro un catecismo condicionante que limitaba la expresión.
Me planteé entonces la necesidad de investigar en el pasado, no de cómo cantaban nuestros bisabuelos, sino “por qué”, y llegué a ver muy claro que un ¡ay!, su ¡ay!, antes de ser producto utilizable, era el grito inconcreto, temeroso, resignado y conformista, que, en el límite de lo posible, denunciaba la aplastante situación socio-económica en que vivían.
Había que poner todo “esto” en su sitio, y teníamos que hacerlo nosotros, los que habíamos aprendido por nuestros propios medios, a leer y a escribir, los que estábamos dentro de esos mecanismos de unos y otros. Había que “mostrar” la verdad del retorcido proceso a todos los traumatizados, andaluces y no andaluces, a los que son -éramos, ignorándolo- parte proyectora de la careta, y a los que les había llegado la “máscara” como falsa imagen alegre y festera de un pueblo serio: Andalucía.
Partí de una idea teatral que nació en mi mente, no sé, quizás por el desconocimiento de estudios del teatro convencional al uso, quizás por evitar caer en un manido teatro “parlanchín” y frío que nunca me había interesado, y quizás, también, por la influencia de mi participación en “ORATORIO”, un montaje de Juan Bernabé y el Teatro Lebrijano de un texto de Alfonso Jiménez Romero. La cosa es que nació lo que yo deseaba: un duro esquema abierto a la aportación de vivencias individuales. A él se fueron integrando Joaquín, Pepito, Juan, Angelines, José, Miguel, y ya, todos unidos en la extremada entrega física que nos exigía la idea, y echando a un lado flamencólogos, academicistas y momificadores de pasadas culturas, nos fuimos buscando “por dentro” el más auténtico modo de expresión heredada: el cante y el baile.
Así surgió el espectáculo, sin palabras, sin tiempos ni actos calculados por condicionamientos, con los elementos necesarios para provocarnos la confesión, y cambiada la necesidad teatral de representar por el deseo -consciente- de “mostrar”.
“QUEJIO” es, en definitiva, el resultado de unas experiencias o la suma de todo un proceso de vivencias. Es la presentación o recreación de un clima angustioso, en el que se producen el cante, el baile, el lamento o la queja del pueblo andaluz. Se han estudiado o tratado siete cantes y tres bailes, enumerados en diez Ritos o ceremonias, a través de un planteamiento en el cual casi se consigue fundir cante y baile con la posible o casi segura situación de una colectividad oprimida, en la que la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables.
Salvador Távora
Febrero 1972